¿Estamos exigiendo demasiado a nuestros pequeños?
Padres
que apuntan a sus hijos a una cantidad ingente de actividades
escolares, horas dedicadas a los deberes que se tragan media tarde,
la necesidad de hacer que los hijos destaquen en alguna de las
aficiones a las que les empujamos… La infancia tiene sus propias
crisis y complicaciones, pero parece que desde la vida adulta también
se están depositando granitos de arena para hacer que ese modo de
vida, tan despreocupado y aparentemente improductivo, llegue a su fin
pronto.
El
objetivo parece ser formar una generación de "niños de élite",
competentes y equipados con un montón de habilidades y competencias
que, se supone, les harán la vida más fácil.
Pero
esta tendencia tiene consecuencias psicológicas muy negativas.
Poniendo en jaque a la infancia
Algunas
personas, cuando atraviesan crisis existenciales, vuelven la mirada
hacia el modo en el que los niños viven la vida. No es de extrañar;
la creatividad, la espontaneidad con la que descubren las maneras más
simples y honestas de actuar en cada momento, la mirada limpia de
prejuicios... parecen ser una característica de la que gozamos
durante los primeros años.
Lo
que pasa con este espíritu infantil es, hasta cierto punto, un
misterio. No se puede asegurar con firmeza y total seguridad qué es
lo que hace que poco a poco se vaya apagando esa llama infantil que
una vez hubo en nosotros. Sin embargo, en ciertos aspectos no es
difícil imaginar posibles motivos que expliquen qué es lo que mata
la infancia de las personas, o que esta abandono nuestro estilo
de vida a marchas forzadas. No es un proceso biológico, sino
aprendido y cultural: el espíritu competitivo y el estrés que
genera.
Estamos creando niños con currículum
Está
claro que la toma de responsabilidades y el hecho de empezar a muy
largo plazo hace que el estilo de vida (y de comportamiento) de niños
no pueda mantenerse inalterable durante el paso a la adultez. Sin
embargo, recientemente está ocurriendo algo que antes no pasaba y
que hace que los niños sean cada vez menos niños a una edad cada
vez más temprana: el espíritu competitivo ha entrado en la vida
de los pequeños.
Tiene
su lógica, aunque es una lógica perversa. En una sociedad cada vez
más individualista donde los problemas sociales son disfrazados de
problemas individuales, se repite siempre el mismo tipo de mensajes:
"búscate la vida", "sé el mejor" o, incluso,
"si naciste pobre no es tu culpa, pero si moriste pobre sí lo
es". Se da la paradoja de que, en un mundo en el que el lugar y
familia en el que se nace son las variables que mejor predicen la
salud y estatus económico que se va a tener en la adultez, toda la
presión recae sobre las personas individuales. También sobre los
más pequeños.
Y
los individuos son forzados a competir. ¿Cómo se puede alcanzar la
felicidad? Siendo competitivos, como si fuésemos empresas, para
llegar a la mediana edad con cierto estatus socioeconómico. ¿Cuándo
se debe empezar a competir? Cuanto antes.
El
camino para crear niños
con currículum,
preparados para la ley de la selva que regirá su vida adulta, ya ha
sido allanado. Y, si no se le pone freno, puede suponer la muerte de
la posibilidad de disfrutar plenamente de la infancia.
Padres
que se extralimitan
Los
niños y niñas que terminan adaptándose al estilo de vida que les
imponen sus padres están empezando a mostrar signos de estrés, e
incluso se dan crisis de ansiedad. Las obligaciones relacionadas con
los deberes y las actividades extraescolares introducen en la vida de
los niños tensiones endémicas del mundo adulto que, además, en
muchos casos son difícilmente justificables sin tirar de imaginación
sobre lo que podría suceder en el futuro.
Es
algo relativamente nuevo y no siempre es fácil de detectar, ya que
algunos padres y tutores confunden el hecho de que los niños
parezcan llegar a los exigentes objetivos que se les fija con un
indicador de su estado de salud y bienestar. Así, escolares de entre
5 y 12 años pueden estar rindiendo razonablemente bien en tareas
como de aprender a tocar un instrumento o dominar una segunda lengua,
pero a largo plazo sufrirán estrés si la presión es demasiado
alta.
Los
síntomas de este estrés, al no ser siempre muy evidentes y no
parecer graves, pueden confundirse como una parte normal del proceso
de formar niños competitivos. Pero lo cierto es que su calidad de
vida se verá comprometida, y lo mismo pasará con su tendencia a no
juzgar cada experiencia que se vive según su utilidad.
Su
modo de disfrutar de la infancia quedará eclipsado por unas
aspiraciones impuestas por los padres y que, en realidad, solo se
sostienen en lo que los adultos interpretan como "signo de una
vida exitosa". No se dedican tanto a velar por el bienestar de
sus hijos como a imponer sobre ellos una imagen de la persona ideal,
ante la que se abrirán todas las puertas.
Miedo
a fallar
Pero
la presión y el hecho de empujar a los niños hacia lo que se
entiende como éxito es solo una parte de la historia. La otra es
el rechazo a lo que parece no servir para nada, lo que no aporta
un beneficio claro, independientemente de si es disfrutable o no.
Invertir tiempo en ser niños parece ser valorado solo como tiempo
para descansar, relajarse y coger fuerzas para volver a lo que en
realidad importa: la preparación para entrar con buen pie en el
mundo competitivo, el mercado de personas.
Del
mismo modo, no ser el mejor en algo es percibido como un fracaso que
debería ser escondido dedicando tiempo y esfuerzos a otras cosas en
las que se destaque más, en el mejor de los casos, o culpando al
niño o niña en cuestión de "no querer ganar". Las
consecuencias de esto son claramente negativas: se menosprecia la
actividad como meta en sí misma y solo se valora el resultado en
comparación a los demás.
Mostrar
"debilidad" en deportes o en rendimiento escolar es
considerado motivo de vergüenza, porque se interpreta como un
síntoma de los posibles fracasos que se podrían experimentar en la
adultez. Esto hace que la autoestima se resienta, que se disparen los
niveles de estrés, y que el niño o niña se sienta responsable por
no llegar a unos objetivos que otras personas le han fijado.
Conquistando
la infancia de nuevo
Hasta
las personas adultas pueden ser capaces de rescatar para sí mismas
muchos valores y hábitos propios de la infancia, así que los niños
y niñas lo tienen aún más fácil para disfrutar de ella. Para
contribuir a que esto sea posible, los padres y cuidadores
solo han de adoptar otra actitud y abrazar un tipo de prioridades que
no tengan la competitividad como referente. Este proceso pasa por
admitir que, aunque los adultos parezcamos más preparados que nadie
a la hora de vivir la vida, los niños son los verdaderos
especialistas en su manera de experimentar la niñez. Valga la
redundancia.
Arturo
Torres