domingo, 30 de abril de 2017

Los niños están hechos para vivir, no para ser competitivos

¿Estamos exigiendo demasiado a nuestros pequeños?



Padres que apuntan a sus hijos a una cantidad ingente de actividades escolares, horas dedicadas a los deberes que se tragan media tarde, la necesidad de hacer que los hijos destaquen en alguna de las aficiones a las que les empujamos… La infancia tiene sus propias crisis y complicaciones, pero parece que desde la vida adulta también se están depositando granitos de arena para hacer que ese modo de vida, tan despreocupado y aparentemente improductivo, llegue a su fin pronto.
El objetivo parece ser formar una generación de "niños de élite", competentes y equipados con un montón de habilidades y competencias que, se supone, les harán la vida más fácil.
Pero esta tendencia tiene consecuencias psicológicas muy negativas.

Poniendo en jaque a la infancia

Algunas personas, cuando atraviesan crisis existenciales, vuelven la mirada hacia el modo en el que los niños viven la vida. No es de extrañar; la creatividad, la espontaneidad con la que descubren las maneras más simples y honestas de actuar en cada momento, la mirada limpia de prejuicios... parecen ser una característica de la que gozamos durante los primeros años.
Lo que pasa con este espíritu infantil es, hasta cierto punto, un misterio. No se puede asegurar con firmeza y total seguridad qué es lo que hace que poco a poco se vaya apagando esa llama infantil que una vez hubo en nosotros. Sin embargo, en ciertos aspectos no es difícil imaginar posibles motivos que expliquen qué es lo que mata la infancia de las personas, o que esta abandono nuestro estilo de vida a marchas forzadas. No es un proceso biológico, sino aprendido y cultural: el espíritu competitivo y el estrés que genera.

Estamos creando niños con currículum

Está claro que la toma de responsabilidades y el hecho de empezar a muy largo plazo hace que el estilo de vida (y de comportamiento) de niños no pueda mantenerse inalterable durante el paso a la adultez. Sin embargo, recientemente está ocurriendo algo que antes no pasaba y que hace que los niños sean cada vez menos niños a una edad cada vez más temprana: el espíritu competitivo ha entrado en la vida de los pequeños.
Tiene su lógica, aunque es una lógica perversa. En una sociedad cada vez más individualista donde los problemas sociales son disfrazados de problemas individuales, se repite siempre el mismo tipo de mensajes: "búscate la vida", "sé el mejor" o, incluso, "si naciste pobre no es tu culpa, pero si moriste pobre sí lo es". Se da la paradoja de que, en un mundo en el que el lugar y familia en el que se nace son las variables que mejor predicen la salud y estatus económico que se va a tener en la adultez, toda la presión recae sobre las personas individuales. También sobre los más pequeños.
Y los individuos son forzados a competir. ¿Cómo se puede alcanzar la felicidad? Siendo competitivos, como si fuésemos empresas, para llegar a la mediana edad con cierto estatus socioeconómico. ¿Cuándo se debe empezar a competir? Cuanto antes.


El camino para crear niños con currículum, preparados para la ley de la selva que regirá su vida adulta, ya ha sido allanado. Y, si no se le pone freno, puede suponer la muerte de la posibilidad de disfrutar plenamente de la infancia.


Padres que se extralimitan

Los niños y niñas que terminan adaptándose al estilo de vida que les imponen sus padres están empezando a mostrar signos de estrés, e incluso se dan crisis de ansiedad. Las obligaciones relacionadas con los deberes y las actividades extraescolares introducen en la vida de los niños tensiones endémicas del mundo adulto que, además, en muchos casos son difícilmente justificables sin tirar de imaginación sobre lo que podría suceder en el futuro.
Es algo relativamente nuevo y no siempre es fácil de detectar, ya que algunos padres y tutores confunden el hecho de que los niños parezcan llegar a los exigentes objetivos que se les fija con un indicador de su estado de salud y bienestar. Así, escolares de entre 5 y 12 años pueden estar rindiendo razonablemente bien en tareas como de aprender a tocar un instrumento o dominar una segunda lengua, pero a largo plazo sufrirán estrés si la presión es demasiado alta.
Los síntomas de este estrés, al no ser siempre muy evidentes y no parecer graves, pueden confundirse como una parte normal del proceso de formar niños competitivos. Pero lo cierto es que su calidad de vida se verá comprometida, y lo mismo pasará con su tendencia a no juzgar cada experiencia que se vive según su utilidad.
Su modo de disfrutar de la infancia quedará eclipsado por unas aspiraciones impuestas por los padres y que, en realidad, solo se sostienen en lo que los adultos interpretan como "signo de una vida exitosa". No se dedican tanto a velar por el bienestar de sus hijos como a imponer sobre ellos una imagen de la persona ideal, ante la que se abrirán todas las puertas.

Miedo a fallar

Pero la presión y el hecho de empujar a los niños hacia lo que se entiende como éxito es solo una parte de la historia. La otra es el rechazo a lo que parece no servir para nada, lo que no aporta un beneficio claro, independientemente de si es disfrutable o no. Invertir tiempo en ser niños parece ser valorado solo como tiempo para descansar, relajarse y coger fuerzas para volver a lo que en realidad importa: la preparación para entrar con buen pie en el mundo competitivo, el mercado de personas.
Del mismo modo, no ser el mejor en algo es percibido como un fracaso que debería ser escondido dedicando tiempo y esfuerzos a otras cosas en las que se destaque más, en el mejor de los casos, o culpando al niño o niña en cuestión de "no querer ganar". Las consecuencias de esto son claramente negativas: se menosprecia la actividad como meta en sí misma y solo se valora el resultado en comparación a los demás.
Mostrar "debilidad" en deportes o en rendimiento escolar es considerado motivo de vergüenza, porque se interpreta como un síntoma de los posibles fracasos que se podrían experimentar en la adultez. Esto hace que la autoestima se resienta, que se disparen los niveles de estrés, y que el niño o niña se sienta responsable por no llegar a unos objetivos que otras personas le han fijado.

Conquistando la infancia de nuevo

Hasta las personas adultas pueden ser capaces de rescatar para sí mismas muchos valores y hábitos propios de la infancia, así que los niños y niñas lo tienen aún más fácil para disfrutar de ella. Para contribuir a que esto sea posible, los padres y cuidadores solo han de adoptar otra actitud y abrazar un tipo de prioridades que no tengan la competitividad como referente. Este proceso pasa por admitir que, aunque los adultos parezcamos más preparados que nadie a la hora de vivir la vida, los niños son los verdaderos especialistas en su manera de experimentar la niñez. Valga la redundancia.


Arturo Torres

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